Víctor Batista, muerte de otro colibrí

El poeta y editor Felipe Lázaro junto a Víctor Batista durante la inauguración de muestra de la obra del pintor Waldo Balart en Madrid.

La muerte no da treguas, las treguas son las que nos da la vida para recuperar lo que se pierde y en estos días tan raros y excepcionales tomar una tregua se está volviendo una cuesta sumamente empinada. Esta mañana muy temprano y a la hora habitual en que me despierto para trabajar he leído vía Enrisco la noticia de que a Víctor Batista Falla (1933) lo ha matado el virus en La Habana. Una muerte más, un amigo menos y otro bueno que hemos perdido en la ciudad que amaba y a la que no había ido nunca más desde hacía 60 años cuando marchó al exilio, un sacrificio que soportaba construyendo su propia isla con los recuerdos y las noticias, sin dejar de estar completamente comprometido con su otra realidad como uno más en la ciudad de Madrid donde había puesto su atalaya para sobrevivir a Cuba. No ha muerto, morir es un proceso diferente y natural, lo ha matado el virus y siempre nos quedará la duda si no habría sucedido su muerte de haber esperado para viajar en otro momento o si Cuba hubiera cerrado sus fronteras a tiempo como todos los países expuestos al turismo en vez de alentar la entrada.

Es una muerte absurda y hasta ridícula para un hombre que había soportado estoicamente tantos años la privación de su país tener que morir de un ser micróscopico, asqueroso y sin entidad en el lugar que más amaba. Es la consecuencia de un viaje inexplicable cuando el peligro era una certeza. Víctor era un sobreviviente de aquel país y fue a morir allí como si fuera parte de un juego de rol o víctima de una tragedia en la que su destino era volver y acabar donde nació, regresando al principio en el cual ya no quedaba nada de la vida que había conservado en su memoria, alimentando la nostalgia y las visiones que llenan la cabeza del marino sosteniendo sus deseos de llegar, como sucedió con Odiseo para volver a Ítaca. Una anagnórisis con un desenlace fatal, inesperado e innecesario en el sitio matricial donde cultivó la sensibilidad y el sentimiento de pertenencia a la tradición moral y democrática de lo mejor de la nación que se daba en la familia cubana, no importaba si pobre o adinerada.

La labor de Víctor, labor es la palabra más apropiada para definir el trabajo que se hace sin la necesidad de tener que trabajar, ha sido una de las relevantes como mecenas aunque a él le molestaba que le llamaran así. Lo decía con disgusto porque para él mecenas era alguien que estaba fuera, y no le faltaba razón, él ayudaba y colaboraba aportando ideas, corrigiendo y comprometiéndose, o sea, metiendo las manos en la harina, trabajando con los demás o apoyando a otros que por amistad lo necesitaron. El mecenas es alguien que disfruta viendo cómo su dinero se refleja eficientemente en el trabajo que hacen otros. Disfrutaba trabajando el proyecto y él mismo tenía esa veta creativa que por modestia sólo ofreció en pocos momentos. Víctor hoy es recordado sobre todo por quienes convivimos con él y fuimos sus amigos, pero su obra de apoyo a los proyectos culturales y a la libertad de expresión que propició o en los que colaboró, es un magnífico monumento que se erige en el exilio a la espera de que pueda ser visto dentro de la isla. Los proyectos editoriales que ayudó a construir o animó a preparar con bondad y tolerancia, sobre todo la magnífica colección de estudios y ensayos de su editorial Colibrí que vino a llenar un vacío perturbador de la cultura cubana, son el mejor testimonio y herencia de alguien que quería pasar inadvertido con bondad y modestia, a pesar de que se sabía foco de la atención por la prosapia familiar.

La última vez que hablamos me llamó para decirme que tendríamos que vernos a mi vuelta de Miami, él también se iba de viaje, hoy sabemos a la muerte que nos deja desconcertados y adoloridos. Últimamente se le notaba un poco angustiado por el deterioro de la memoria y la reducción de la movilidad, si bien conservaba la estupenda figura de primer bailarín que soñó ser. Desde hace algún tiempo nos veíamos con bastante frecuencia entre una y otra desaparición que hacía a cultivar su intimidad, según me decía. Nos veíamos fundamentalmente en su casa modestísima, aunque fuera una formidable instalación en el barrio de Salamanca, que me hacía recordar la de otro intelectual y mecenas que fue Pepe Rodríguez Feo, fallecido también en La Habana en la pobreza menos esplendente. Era habitual que preguntáramos por los amigos comunes, y habláramos del Gobierno español y de Cuba, que eran nuestros temas preferidos, abordados con la objetividad y desapasionamiento que parecía una forma de compartir. Hasta que un día me descubrió su conocimiento y afición a la cultura tantra que a partir de entonces incorporamos a las largas charlas de intercambio de experiencias, ideas, aseveraciones, especulaciones, análisis y creencias también de la doctrina tántrica llamada “de la mano izquierda”. A pesar de la edad que no parecía tener, disfrutaba de un bienestar que decía obtener de esos ejercicios que habían sustituido otros de mayor exigencia física.

Hay muchas cosas que recuerdo de la personalidad sencilla, bondadosa y de profundo amor por sus raíces, además de la capacidad para estar siempre dispuesto a embarcarse en un proyecto cultural en el cual creyera. En una de esas conversaciones donde aprovechábamos para fumar excepcionalmente algún cigarrillo que yo llevaba, aunque ninguno de los dos fumara, fruto de reiteradas charlas sobre el tema que nos preocupaba surgió la idea de hacer una revista digital sobre la memoria reciente de todo cuanto acontecía de interés en el exilio, con énfasis en la memoria mediata que ayudara a tejer la desmemoria natural y selectiva del exilio, con vistas a evitar la discontinuidad que provocaba la dispersión y la manipulación de la información del Gobierno cubano. Discutimos el proyecto que elaboré y enriquecí en consulta con varios amigos y planteamos el presupuesto inicial, sin embargo al final después de hacer una lectura social y política del exilio actual comprendí con pesimismo lo que él veía con recelo a pesar de que le animaba la idea de hacer algo útil, los tiempos habían cambiado y el exilio era ahora un lugar diferente, demasiado ajeno para una aventura que necesitaba algo más que apoyo económico y voluntad. El exilio ya no era el exilio como se conocía, sino una perversión del “insilio”, y desistí con una frustración que él intentaba aliviar con el mismo pesimismo. Así enterramos lo que seguramente hubiera sido el último proyecto de Víctor para contribuir a la cultura y la sociedad cubana del futuro.

Envejecer fuera de Cuba es uno de esos calvarios en el que cada uno lleva su muerto como puede, hasta que llega la hora en que quizás otro le toque llevar tu propio despojo. Vamos muriendo y nos vamos cambiando de lugar sin que podamos saber dónde estaremos. Hoy le ha tocado a Víctor que a pesar de haber muerto en la tierra a la que amó, seguirá sin un lugar por un tiempo que no sabemos cuánto durará. Mientras tanto vivirá con nosotros dentro de nosotros hasta que nos vayamos a acompañarle. Hace un rato me ha llamado uno de los viejos amigos y me ha dicho, “creo que soy el último que queda”, nos hemos reído, pero ambos sabemos que es cierto, envejecer fuera de tu país te hace pensar que estás en una cola esperando un turno para ceder el “no lugar” a otro. Sin embargo nos portamos como si ese día nunca fuera a llegar. Te recordaremos, Víctor, aunque nos hayas abandonado sin despedirte. Tal vez ya sepas que las llamadas sin respuesta que te hice al llegar a Madrid eran para darte miedo y procurar que exageraras la prevención contra la epidemia, lamento no haber podido evitar ese viaje y que no te ayudaran a entender que podía ser el último de un colibrí.