fin del mundo y reivindicación de la política

El mundo vuelve a encontrarse en una disyuntiva que provoca incertidumbre, y como siempre esta viene acompañada por el miedo, además del que ya tenemos por la cercanía del contagio del virus que ha producido la pandemia, ha comenzado a difundirse otro miedo, esta vez al futuro, y proviene de pensadores sociales, filósofos y políticos. Como si fuera poco el que nos provocan aquellos políticos que toman decisiones erráticas derivadas de falta de previsiones, incapacidad o de intereses espurios. Nadie sabe lo que va a pasar, y no obstante de que lo que vaya a pasar tiene que contar con una transformación de las políticas del poder económico y político, no sólo nacionales, sino también supranacionales, algunos filósofos y otros pensadores hacen especulaciones catastrofistas, abstrayéndose de la estructuras geopolíticas y económicas surgidas en la globalización, de la situación actual de las mismas y las causas que han originado la manera en que se enfrenta la crisis, pero sobre todo de las estrategias de poder vinculadas a esas estructuras, que son en definitiva las que tienen la última palabra y marcan los derroteros de las sociedades actuales. Así que una de las cosas que primero nos deberíamos preguntar es de dónde vendría ese cambio, ¿de arriba o de abajo? Además de cuál, cómo y de qué envergadura podría o podrían ser. Especular es la mejor manera de pensar, por lo menos para quienes pensamos que el pensamiento no solo tiene esa capacidad de analizar, exponer y demostrar una tesis, sino sobre todo de demostrarse a sí mismo su incompetencia científica, que es la parte más inteligente y poética de pensar. Pero si la finalidad de pensar antecede a la especulación entonces el pensador asume una responsabilidad derivada de su autoridad, aún más en esta época de democracia de medios digitales en los que se corre el riesgo de una sobrexposición del pensamiento, expuesto a la demanda, que convierte lo que se escribe y dice en “comida rápida”, desechable, o sea, mala política.

La epidemia que sufrimos no es la primera, ni la peor, no será la última y su gravedad no radica en la enfermedad misma, sino en el modo de convivencia y la mala administración de la información. La proporción entre fallecidos, contagiados y sanos es ridícula en comparación con otras epidemias, incluso locales a lo largo de la historia. Tampoco es peor la crisis social y económica que la pandemia potencia, e igualmente en las anteriores pandemias los pensadores y políticos, médicos y teólogos, que constituían el conjunto de pensadores de la sociedad, a partir del siglo VI coincidieron en explicar la incertidumbre y el miedo que provocaba la muerte desde el propio miedo y con la misma incertidumbre. El propio emperador Justiniano culpó a la peste de la caída del imperio Bizantino. Sin embargo, al contrario de lo que sucede en nuestra época, las ideas equivocadas y las soluciones tenían limitada su lectura a una reducida cantidad de personas y a un espacio mínimo que conformaban el ecosistema cultural y económico de esas épocas, hasta que en el siglo XIV y hasta el XVIII, la expansión de las epidemias se hacen habituales y transnacionales con el desarrollo de los medios de transporte, el desarrollo mercantil y el comercio, los adelantos científicos, la imprenta y las guerras que dieron lugar al advenimiento de otro tiempo, dentro de un contexto de oscurantismo y crisis de ideas, económicas, climáticas, sanitarias y demográficas en las que estuvieron presentes las diferentes oleadas de la peste. La peste fue una compañera fiel de los cambios de época y de civilizaciones condicionando las sociedades donde se asentaba, y como la crisis del coronavirus actual no creó la crisis social, económica y cultural, sino que las potenció cuando se producía la transición entre un mundo viejo y otro nuevo. Como sucedió en la época de “la gran mortandad” la civilización a la que pertenecemos ya vive una crisis que no vemos o no nos interesa ver de las relaciones que nos estructuran, independientemente del país y el sistema político. Y las crisis generan cambios, unos buenos y otros malos.

La similitud y las diferencias con aquella epidemia cíclica “surgida en el pueblo”, que se cebó fundamentalmente con Europa en continuas oleadas y que puso al continente al borde del abismo, nos remite a pensar que la actual epidemia –palabra que en su uso de aquellos años se refería al origen y al vehículo de contaminación, o sea, el pueblo, y no a la extensión y generalización—podrá conducir a cambios aún mayores y diferentes de modulación del comportamiento de las sociedades, pero creer que puedan entrañar cambios estructurales que propicien la desaparición del régimen político, como algunos sugieren, es un error que no ayuda a la gente que más sufre y busca una explicación para sus vidas sometidas a un estrés aún mayor en las personas económicamente más desfavorecidas, y que solo se puede resolver con la comprensión racional del problema y las soluciones al mismo. Estos pensadores que ideológicamente se sitúan en la politización de la finalidad de pensar, aún más que desde la alteridad que supone pensar, sin proponérselo se sitúan en la posición de quienes desean distinguirse. El uso y abuso de los propios medios del sistema los convierte en parte del mismo, esa en realidad es una de las grandes virtudes de la democracia para superar sus traumas y uno de los recursos de la capacidad de absorción del sistema. Puede notarse en que a veces parecería que nadie puede escapar de la pulsión de la “soledad sélfica” que nos iguala, donde la necesidad de llenar la pantalla de un móvil se ha convertido en el signo más relevante de la neurosis que vive la sociedad, ni siquiera son capaces de hacerlo los pensadores y políticos que se supone pueden ejercer el privilegio de pensar y encabezar las ideas colectivas. Estos en vez de ayudar a entender a la sociedad el miedo y la incertidumbre, se dedican a expresar los suyos propios, como si a ese público moderno de las redes relacionado digitalmente, estratificado en clases pero homogéneo en el consumo de la información, le importara el miedo de los pensadores, teniendo tantos miedos con los que convivir. Es como si invitáramos a un muerto de hambre y de sed a nuestra mesa y le exigiéramos que usara los cubiertos según la etiqueta.

Como sucede en nuestros días, la contaminación de las ideas relacionadas con la crisis cíclicas de la peste, estaban originadas por una falta de explicación racional, y no olvidemos que hasta el siglo XVIII la peste en sus tres formas (bubónica, pulmonar y septicémica) fue una enfermedad recurrente en Europa, que se creyó en algún momento que podría haber ocasionado la muerte de toda su población. Entonces no era miedo, sino terror, sobre todo en el periodo de la llamada “gran mortandad” que duró aproximadamente más de un siglo entre el siglo XIV y el XV. La gente huyó de las ciudades, se persiguió a musulmanes y judíos y se hicieron campos de concentración con ellos, se discriminó a los diferentes y a los que pensaron de otra forma, se prohibió hablar a los enfermos por miedo a que la peste se transmitiera como decían por el aire, se pintaron cruces en las puertas de los enfermos y se hicieron fosas comunes desarrollándose un lucrativo negocio alrededor de la muerte. Faltó la mano de obra de las ciudades, los talleres desaparecieron hundiendo la pequeña e incipiente industria, cerraron los centros religiosos y educativos, la economía agrícola casi desapareció. La obra religiosa, la contrarreforma, las normas sociales y las obras de arte son una expresión testimonial del terror que provocaban aquellas oleadas que intentaron explicarse y combatir de múltiples formas desde la ignorancia y los dogmas de la época. Para que se tenga una idea, en un mundo sin los conocimientos científicos actuales, los recursos tecnológicos, los medicamentos y la alimentación de hoy, la mortalidad de la peste en su forma bubónica era del 40 al 90 por ciento, la pulmonar entre el 90 y el 100, y la septicémica siempre era mortal. Y su rápida expansión entre los siglos XVI y XVII a causa de la primera globalización territorial, cultural y comercial llegó a establecer lo que el historiador francés Le Roy Ladurie ha llamado “el mercado común de los bacilos”.

La intervención divina en castigo del pecado como origen de la peste, la corrupción del aire como medio de castigo teorizado por Hipócrates, Galeno y Avicena, o la conjunción de los planetas estudiada por el cirujano Guy de Chauliac, y la cura mediante la sangría, no se diferencian mucho del confuso origen que las fake news le otorgan al coronavirus en conspiraciones chinas, de la CIA, de Iluminatis, o de fuerzas oscuras del poder económico que en otras momentos pudieron denominarse conspiraciones jesuíticas, masónicas o cualquier sociedad secreta, servicio de inteligencia o partido político que tratara de aliviar al mundo de una parte de la población mundial. A lo que se suman las curas, medicinas, remedios caseros e inventos de todo tipo que pululan desde gobiernos y redes sociales, en un tejido del cual es difícil diferenciar lo que es de unos y de otros, el grano de la paja, la verdad y la mentira. Las dudas, suposiciones e indefiniciones sobre el origen, las consecuencias de las mismas y las soluciones se mueven, entran y salen de los dispositivos digitales de información formando parte de nosotros mismos de la misma manera que el dogma en la Edad Media viniendo de afuera se había incorporado al adentro de las personas, creando una unidad que la peste puso en entredicho dividiendo el mundo entre los que se refugiaron en el dogma y los que rompieron dándole a sus vidas y al mundo otro tipo de convivencia económica, social y política. Hoy, sin embargo, las ideas se convierten en estado de opinión y viceversa con una rapidez y un alcance sin parangón en la historia de la humanidad, con la misma fluidez con que el virus se expande en los rincones más remotos donde se tenga una conexión a internet. Al contrario de lo que se supondría de la democratización de las ideas, la relación entre la velocidad y el alcance de esa expansión no deja de ser un mal síntoma de la calidad de esas ideas, que adoptan y se adaptan a ese nuevo mercado de hiperconsumo de la información. Por otro lado, las ideas, como el virus, llegan a todas partes y causa la misma sensación de incertidumbre y miedo, amenaza real o virtual, incluso sin que todavía las poblaciones padezcan desde el punto de vista sanitario.

Tampoco las recomendaciones preventivas de entonces que implantaron el distanciamiento, el aislamiento, las fosas comunes, la represión, además de la quema de maderas olorosas y vestir ropas perfumadas para corregir la corrupción del aire, se distancian mucho de las medidas orientadas por gobiernos y autoridades de salud, a veces controvertidas y corregidas continuamente, además de enriquecidas por la otra oleada que la opinión horizontal de las redes pone al servicio de todos. De todas las semejanzas que podemos encontrar entre aquellas epidemias y la de hoy la más simbólica es la del aire sucio, corrupto y pervertido como medio de propagación y la información igualmente corrupta y pervertida que se propaga contagiando y contaminando la información que necesita la sociedad como el instrumento más eficiente para luchar contra el miedo y la incertidumbre. Cuando la crisis de la pandemia acabe, gran parte de los enfermos que quedarán serán los que han padecido la contaminación informativa y los cadáveres en forma de datos se amontonarán en las memorias de los ordenadores y móviles. La crítica que se hace a las políticas informativas de selección positiva o negativa para comunicar, discriminar, corregir, limitar y prohibir que algunos países ha decidido a muchos les sobrepasa su capacidad de entender la naturaleza de la información en situaciones de este tipo. Estas breves e intensas semanas ha sido una escuela para aquellos que se dedican a estudiar la información política: tipo de mensaje, periodización del mensaje, punto de vista, gradación, intencionalidad, objetivos, medios, emisores y receptores. Especialmente ilustrativa para los estudiosos debería ser el enfoque de la política informativa española basada en el leimotiv de guerra, una joya de estrategia con sus aciertos y errores. También la del gobierno estadounidense en el sentido contrario de lo que no se debería hacer o de la ausencia de estrategia.

Aunque sean épocas distintas, los problemas ocasionados por la peste no son tan diferentes de los que nos encontramos ahora, y también contribuyeron a cambiar los patrones sociales, culturales y económicos, formando parte del desarrollo y la evolución de la humanidad a partir del cambio de mentalidad y el deterioro de las condiciones de vida. La relación entre el miedo y la necesidad van por los mismos derroteros. La gente huyó fuera de las ciudades, pero luego volvieron porque la mortandad había dejado mucho trabajo vacante y los sueldos eran muy altos, a tal punto que en muchos lugares se tuvieron que tomar medidas de control de precios y sueldos y las ciudades se transformaron en centro de la vida económica como preludio de las relaciones capitalistas. Se desarrollaron dos mentalidades antagónicas que se complementaron claramente en el arte, la música y la literatura, el recogimiento, el estudio y la meditación religiosa, frente a otra mentalidad licenciosa, ansiosa de placeres terrenales en desafío del canon moral, político, religioso y social contribuyendo al deterioro de la mentalidad medieval, y surgieron los Flagelantes, un movimiento popular similar al de los antisistemas actuales que disentía del sistema y la ideología condicionados por la doctrina de la iglesia, sin embargo no apelaban a su destrucción sino a la reforma, enarbolando una crítica feroz contra los estamentos del clero y la jerarquía de la Iglesia. Los Flagelantes surgieron casi al unísono en toda Europa y fueron perseguidos algunos hasta la muerte. También surgieron un sinnúmero de cofradías piadosas que modificaron la vida frente a Dios con una actitud más solidaria y comunitaria, que serían las ONGs que conocemos hoy día. El propio traje de los doctores de la peste, creado por el médico francés Charles de Lorme (1584-1678), más tarde fue convertido en el disfraz predilecto de los carnavales de Venecia. Después del miedo la necesidad, esa paridora de la historia individual y colectiva, normalizó y devolvió la vida con un nuevo tipo de convivencia. Posiblemente esa puede ser la lección.

Algunos de los criterios de las celebridades son verdaderos disparates especulativos al margen de la realidad política que casi nunca tienen en cuenta, no importa que la realidad que están examinando lo sea, como dudar de la elección que han hecho los ciudadanos entre la seguridad y la libertad de movimiento y reunión, dígase entre la vida y la muerte; medidas represivas sí, pero también excepcionales, debiera entenderse, para romper la cadena de contagio que hasta hoy es la única medida real que evita el desarrollo exponencial de la epidemia. Una de las más opiniones más llamativas, síntesis de la preocupaciones y alarmas, la del artista chino que prevé el fin del capitalismo. Lamentablemente, estas opiniones no ponen el acento en la gravedad humanitaria del momento, en los posibles errores de apreciación que impidieron medidas más tempranas de contención, y tampoco en que la realidad es atípica y deslizante con enorme riesgo para las personas y para la estabilidad social, que es la causa de muchas medidas que aunque no lo parezcan no dejan de ser políticas. Todo es político y no necesariamente ideológico en momentos excepcionales en los que la sociedad sufre una serie de complejos de opacidad y transparencia de los que la política es lo que más se ve, hasta que vuelve la normalidad, desde los cánticos solidarios en los balcones hasta los coches de policía con las luces encendidas en las calles forma parte de una simbología política. Mientras que algunos pensadores y políticos centran la preocupación en las normas y medidas de vigilancia y control que, según dicen, ponen en riesgo la libertad, la democracia y en consecuencia al sistema político, haciendo lo que en política podría llamarse un formidable ejercicio de distracción, sustituyendo el centro de la atención principal, que se halla en el cuidado y la vida con el miedo y la incertidumbre que conllevan, por el del miedo a la libertad y la destrucción del sistema. Esta perspectiva del problema en un momento crítico y excepcional, paradójicamente, no deja de ser un punto de vista de complicidad con el poder, al que le interesa disuadir del peligro real a la sociedad, sobre todo a aquellos sectores que más sufren que contienen una enorme carga de energía y explosividad.

Es interesante ver cómo desde posiciones ideológicas contrarias a lo que critican se suman a la política de quienes critican. El problema es que como aquellos, antes que ver al hombre como centro, lo que ven es lo que está afuera: mecanismos, estructuras, instituciones y relaciones comerciales y económicas que sostienen el sistema y la sociedad civil, identificando los instrumentos que le dan al hombre una identidad democrática con el mismo hombre. El resultado de este discurso es que sin desearlo se sitúan al lado de algunos estadistas que impulsan una relajación de las normas de control para favorecer una caída de la economía menos estrepitosa, poniendo en riesgo ya no la calidad de la vida de la gente sino la propia vida de sus ciudadanos. El cataclismo del decrecimiento del producto interno bruto que esgrimen desde los centros de poder como argumento para aliviar los controles de movimiento, evitar la prolongación de las “vacaciones” de la economía y regresar a una normalidad controlada es un silogismo político que se puede traducir así: si levantamos las normas de restricción la economía y la sociedad volverán a la normalidad, por tanto haremos feliz a la gente, o sea, la causa de la infelicidad es la restricción y no el peligro de muerte para la población. Es un silogismo perverso, que sin embargo se va imponiendo a pesar de que la evolución del virus es aún desconocida, y la única cura no es una vacuna, sino la evitación de la propagación mediante la represión y la autorrepresión que corte la cadena de contagios. No importa que ese criterio político esté fundado en el miedo político que, sin embargo, no cuenta con el respaldo unánime de los analistas económicos que sí ven un grave deterioro de la economía y una regresión, pero no como amenaza del sistema que sacrificando políticas al uso, nefastas por cierto de la globalización, devolverían nuevos niveles de sustentación.

Finalmente, según un sencillo modelo de previsión como es “el hombre, el andén y el tren”, vemos que el escenario futuro tiene muy pocas probabilidades de dar un giro radical en los sucesos y podríamos imaginar que las cosas van a seguir como antes y en todo caso iguales pero de modo diferente. Si estamos en un andén hipotético, esperando un tren hipotético, a una hora hipotética, a la que siempre el tren llega hipotéticamente, el tren no llegará si las líneas hipotéticamente son rotas. De lo contrario llegará,  aunque sí puede llegar tarde si hay un cambio de horario o cualquier incidente de programación que afectará a la llegada del tren a todas las estaciones. Esas son las variables que pueden cambiar el curso de los acontecimientos y las consecuencias de las mismas, siempre que el sistema del que formas parte esté dentro de un orden lógico y racional. Si estamos en el andén y vemos la cabecera del tren arribar es muy probable que el tren llegue hasta nosotros y si llega seguramente también llegarán los vagones que son arrastrados por la locomotora, uno primero y otro después, sucesivamente, acorde con la relación de espacio y tiempo. Y así sucederá igual y diferente en cada estación. Según el modelo que no evalúa los acontecimientos, sino el curso de los acontecimientos, estos pueden cambiar, pero después que se han iniciado en unas condiciones determinadas, difícilmente pueda ser cambiada la sucesión de los mismos. En el caso que ocupa las condiciones en que se produce la situación de la crisis de la pandemia que pudiera conducir a un cambio radical no han cambiado, los mecanismos de regulación de los acontecimientos siguen siendo los mismos tanto los subjetivos como los objetivos, lo único nuevo es la situación o la estación. Pero la llegada del tren no depende de la estación, ni de quienes esperan, ni de cuánto esperan, ni cómo están vestidos, ni de sus sueños, ni otro valor, sino de quienes establezcan las estrategias para hacer llegar el tren. De modo que lo que determina la llegada del tren, incluyendo el tipo de tren y hasta su color es la estrategia que determina cómo se relacionan el hombre, el andén y el tren, o sea, la convivencia. Ese será el cambio que debiéramos esperar.

Hay cosas que cambiarán con toda seguridad como siempre ha sucedido a lo largo de las crisis civilizatorias, no sabemos por cuánto tiempo ni de qué tipo, ni cuán profundos sean los cambios a los que nos volveremos a adaptar. Una de las características que mejor definen a las democracias desarrolladas, que son las verdaderas representantes del sistema, es la porosidad antisísmica que les permite la distribución de poderes, y la libertad sustentada en un orden jurídico que les facilita cumplir ciclos de crisis y resetearse. Esta capacidad es la que le ha permitido sobrevivir, al contrario de lo que le sucedió al sistema comunista o de “socialismo real”, el sistema sociopolítico más breve de la historia de la humanidad, pero también el que más esperanza, desesperanza, ilusión, frustración y sufrimiento ha provocado en su brevedad. Yo diría que esos ciclos son necesarios y la propia historia de desarrollo del sistema lo certifica. No es el voluntarismo mesiánico lo que permite los cambios en democracia, ni la idealización de la misma y sus valores fundamentales como la libertad, sino las estrategias de poder estrechamente atadas a intereses y representaciones que impiden el libre albedrío, y sí la libertad consensuada dentro de un marco institucional flexible que se reduce o se amplía, precisamente uno de los problemas al cual se enfrenta la democracia actual. La historia de la humanidad se ha hecho con políticas y la han interpretado los historiadores, los filósofos han debido explicarla y casi nunca lo han hecho porque habrían dejado de pensar en el hombre, que siempre fue el centro de sus preocupaciones. La política es otra cosa, otra forma del arte.

Los llamados médicos de la peste llevaban dentro de los picos de sus horrendas máscaras de pájaro una mezcla de plantas medicinales y aromáticas, no para evitar la pestilencia de los enfermos, como suele decirse, sino para contrarrestar la corrupción del aire que era según el criterio médico el causante de la enfermedad, además usaron un bastón o pértiga que les servía para mantener lo que ahora llamamos la distancia social, como el que lleva San Roque, el patrón de los apestados. Si alguien me pidiera una recomendación al final de este artículo, le diría que siguiera la pauta de los doctores de la peste para evitar ser una víctima de la corrupción del aire, quédese en casa, pero de verdad, cierre la ventana de internet, ábrala sólo para ver el estado del tiempo, abúrrase que es el mejor ejercicio para el espíritu y desarrolle su propia resistencia contra el virus que está en el aire. Ármese de un bastón de jiquí y no deje que se acerquen para recitarle sermones. Inicie un nuevo tipo de convivencia, que será la clave de cualquier cambio, lo necesitábamos. Lo que parece inevitable es que esta crisis como todas nos traerá cosas buenas y malas y que gran parte de ellas no dependerán de nuestra voluntad, por eso debemos cambiar las que dependen de nosotros y así ayudar a que las otras cambien por un sistema de relaciones diferentes como sucedió en otras épocas, de eso se trata y es lo que está en nuestras pequeñas manos. Quizás sea el final del mundo como lo conocemos y el renacer de la política.

Ilustración: @_.lunatico._