QUEREMOS TANTO A TRUMP

En los últimos días un simple enunciado de enorme simplicidad del presidente Donald Trump durante una conferencia de prensa ha desencadenado un torrente de comentarios y opiniones en redes y medios de prensa, de izquierda y derecha en todos los países, con más o menos intencionalidad positiva y negativa como es habitual. Lo que dijo es de un simplismo o de un humor tan infeliz que normalmente no merecería mayor atención, si su gestión de la crisis del coronavirus y de la comunicación política de la campaña de la misma no fuera tan contradictoria y no exenta de cierta polémica, juicio del que tampoco escapan muchos mandatarios que enfrentan en sus países la pandemia. Lamentablemente estos hechos limitan la visibilidad de aquello positivo que el ejecutivo estadounidense hace como la intervención con liquidez a la economía, al margen de si es o no la mejor manera en que lo hace y de si una de esas formas como el “dinero helicóptero” no tiene un propósito secundario electoralista. Una de las conclusiones a la que se puede llegar es que la gestión de comunicación de La Casa Blanca es pésima, ya que nadie en sus cabales puede suponer que el Presidente hubiera recomendado el tratamiento del virus ingiriendo lejía, pero que se haya puesto en tela de juicio lo que dijo y se haya creado la duda deja mucho que desear de esa gestión. La gente tiene derecho a interpretar de cualquier manera el lenguaje político que, dicho sea de paso, debiera ser claro y didáctico en situaciones de excepción y riesgo como la que vivimos. Que creamos o no lo que dijo, lo que quiso decir o no dijo Trump y la importancia que le demos forma parte de nuestro filtro de valores adquiridos que es falible y puede ser racionalizado, pero también y fundamentalmente de nuestro sesgo político e ideológico que difícilmente podemos racionalizar. Cada cual cree lo que aprendió a creer, en eso los cubanos somos una muestra sociológica estupenda.

¿Por qué hay gente que ha creído que Trump sería capaz de hacer a su pueblo esa recomendación irresponsable y de consecuencias mortales? ¿Por qué hay otros que se han lanzado a corregir la interpretación negativa que se hace de Trump con un ardor que raya en la esquizofrenia? Son dos extremos que apenas han dejado espacio para una tercera posición como la duda, que casi siempre implica un tratamiento más racional de la información. El presidente Trump no es el único expuesto al apoyo irrestricto y a la crítica despiadada, por diversas razones los ciudadanos en general se comportan como correligionarios o aficionados de un equipo de fútbol y así expresan su apoyo o su rechazo, y la prensa, forma parte de ese entramado de intereses con objetivos similares a los que tienen determinados grupos sociales y de poder. La única diferencia instrumental es que antes la prensa competía contra ella misma y hoy compite contra la tecnología digital de la que formamos parte casi todos, y las redes sociales especialmente, ese tsunami de emociones que arrasa la lógica, la racionalidad y el sentido común, con orientación indefinida, efímero pero devastador. El conjunto de valores que poseemos como comunidad social y política, la forma en que los adquirimos y el objetivo de esos valores es importante para entender estos hechos que en sí mismos son irrelevantes, pero que pueden servir para medir cuál es la calidad y la naturaleza de esos valores compartidos por los ciudadanos. Cada sistema sociopolítico y cada país en particular tiene una forma específica de valores y de transmisión de los mismos que coincide o no con otros, y es proporcional al nivel de obediencia o disidencia social, pero también a la forma en la que estructuran las identidades sociales. Las identidades sociales a las que el discurso neopopulista de Trump ha logrado dar relevancia pudieran ser diferentes a las de los cubanos de fuera de Cuba, sobre todo a los que lo votan, sin embargo coinciden en la insatisfacción y la marginación implícita del exilio que para los primeros es fundamentalmente económica y para los segundos es política, aunque ambas están directamente relacionadas.

No son pocos los que se han sorprendido del amor que esos cubanos fuera de Cuba han profesado por el presidente estadounidense Trump, lo dicen entre dientes a pesar de que son libres de pensar y hablar en la misma proporción de quienes hablan y piensan lo contrario, aunque es comprensible leyendo cierta irracionalidad con que se comportan las redes, esa nueva plaga popular que muchos creyeron que traería la mayor democratización de la historia pero a veces parece ser otro tipo de dictadura. Cada cual es libre de amar o simpatizar con el gobernante, la ideología o la política que quiera. Lo que yo trato de explicarme es la causa que aunque similar al amor de los nativos a Trump tiene características propias relacionadas con la idiosincrasia del cubano. No digo simpatía que es normal según nuestro arco de preferencias ideológicas o políticas, y pragmáticas cuando no sentimos simpatía pero sin embargo admiramos a algún político porque hace las cosas bien según nuestro criterio del bien. Yo mismo no tengo simpatía política ni ideológica por el mandatario estadounidense, pero comprendo algunas de las ideas y sus esfuerzos por enmendar algunos de los problemas ocasionados por la globalización, que él achaca erróneamente al gobernante anterior por razones que no merece la pena enunciar aquí, pero que merecerían explicarse al margen de los errores de ese periodo, como por ejemplo la deslocalización. De la misma manera no comparto con la izquierda radical, aún menos radical en EE. UU. que la padecida en Europa, pero comprendo algunas de sus críticas al sistema. El neopopulismo donde se puede inscribir la política de Trump no es una invención de laboratorio, más bien surge del vacío que han dejado las dos grandes ideologías en pugna que marcaron el derrotero del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, sólo que su dimensión extraterritorial, sin barreras y sin etiquetas, ha alcanzado como nunca la dimensión de otra pandemia, esta vez social, y no está relacionada con la mediocridad de los políticos sino con la de sus prosélitos y esos valores que ayudan a conformar la identidad social. A pesar de las mutuas acusaciones el neopopulismo es tanto de izquierdas como de derechas y coinciden más de lo que las apariencias les hace aparecer en extremos opuestos.

No es simpatía lo que mueve a esos cubanos a defender cada palabra y cada frase del mandatario, la simpatía es una relación con los demás y las cosas sin llegar a identificarnos emocionalmente y nos permite mantener un límite racional. Aunque sabemos que la simpatía puede acabar en amor y el amor en idolatría. No digo todos los cubanos, claro, pero no han importado los niveles culturales y educacionales, que ya sabemos son relativamente altos, digo relativamente porque en general los cubanos padecen del mismo alto nivel educacional nominal y bajo nivel real que muchos países, a pesar de que el orgullo por la educación es parte del orgullo nacional, sin evaluar cuál ha sido el coste para la nación y el sacrificio humano después de 60 años de adoctrinamiento y servidumbre a una ideología y una política. La llamada educación que es uno de los problemas más graves del país, no debiera medirse sólo por el nivel de acceso a la misma y los títulos universitarios, sino por otros valores como el de la autonomía, la independencia y la libertad de reflexión sobre uno mismo y su entorno, algo que fue adelantado por Varela y Luz y Caballero, pero sustituido por el dogma a partir de 1959. El orgullo que al parecer puede ser un sentimiento virtuoso a los cubanos nos coloca en un estado de satisfacción hacia lo que creemos que somos, después de haber sido sometidos en una sociedad educativa, reglada y automatizada por valores donde la libertad de reflexión solo tiene lugar para saber cuan serviles somos. Con ese lastre los cubanos vamos por el mundo, transidos de emociones cubanas sin preguntarnos cuál es el origen real de nuestra emoción ya que el sistema de categorización ha sido corrompido por una identidad implantada que identifica la identidad cultural con la social, así el orgullo de sentir la pertenencia a algo como es la cultura es semejante al de valores inculcados de identidad social. En los años 80 muchos cubanos que se oponían al régimen dentro y fuera de Cuba expresaban su disposición a morir por la patria si los americanos invadían la isla, bajo una suposición totalmente manipulada por el Gobierno que era difícil discernir por la idea de una identidad domesticada.

En ese contexto de sometimiento a la sociedad educativa donde se han enseñado los comportamientos que hemos aprendido para obedecer, se produce la necesidad de reafirmación y autoestima de ser cubano, al que los cubanos que viven fuera de la isla no son ajenos, estos no pueden prescindir de ese referente en el que buscan encontrarse incluso cuando el referente ya no los necesita. El béisbol, el arroz congrí, la guaracha, el humor vernáculo, y un “sinfín” de elementos que conforman la data cubana de emociones, sentimientos, valores y experiencias con los que construimos ese imaginario en proceso e inconcluso, son diferentes al de otros exilios históricos de otros países que no tuvieron la identidad cultural contaminada por la identidad social. Es un proceso controvertido por el peso que tiene en su configuración la identidad social que cada cual debería tratar de resolver con sus almohadas que es estar o no estar en Cuba, ser o no ser cubano, en relación con su pertenencia o no pertenencia a algo concreto y abstracto, sólido y líquido, sincrónico y diacrónico, cultural, político, ideológico e histórico que se llama “lo cubano” y por lo cual se pelean los de adentro con los de afuera, los de afuera con los de afuera, los puros y los impuros, los más cubanos y los menos cubanos, y todos con la propia historia mal contada de la isla. “Lo cubano”, una condición más sentimental que racional con una enorme dosis de manipulación acrítica e ideologizante de la historiografía y el poder político que se ha servido de la educación en su concepto más heterodoxo mediante una serie de recursos propagandísticos, formativos y represivos para consolidar una ideación en torno a una figura simbólica y paternal del Estado y un hombre, Fidel Castro, que lo expresaba y se expresaba a través de todos los cubanos. Es difícil pensarnos sin una enorme dosis de frustración por lo que creemos que somos cuando lo que somos es lo que aquellos que rechazamos visceralmente hicieron de nosotros. El espejo de nuestro narcisismo nacional es monstruoso, inmovilizante y nos convierte en carne de cañón de cualquier líder, si es fuerte mejor, en el cual creamos ver la reivindicación de nuestro dolor.

Sin ese telón de fondo es difícil explicar cómo en los últimos días, en plena crisis producida por la pandemia del Covid-19, muchos de los cubanos que viven fuera de Cuba se hayan lanzado en aluvión para asumir el papel de correctores y exegetas en una defensa de la figura del presidente Trump, que pudiera ser otro cualquiera, por lo que dijo o dejó de decir o por la manera en que lo hizo cuando aludió a un tipo de cura del coronavirus. Un variopinto espectáculo “intelectual” el modo meticuloso de justificar las erratas del mandatario, la interpretación de lo que quiso decir y no dijo o dijo mal, o sea, asumiendo la voz del otro en un claro ejercicio de corresponsabilidad de la misma manera a como lo hacen los cubanos que defienden al régimen. Sin entrar a juzgar si el Presidente dijo lo que no dijo o si no dijo lo que dijo, tampoco si su política informativa es adecuada, ni tampoco si su relación como Presidente con la prensa es justa o adecuada al margen de que la prensa lo adore porque siempre les da motivo para un titular, ni siquiera si es conveniente que entrara personalmente a justificar o aclarar lo que dijo o si la tribuna de las redes son o no el mejor medio para ello, lo cierto es que lo que realmente resalta es cómo una parte de los cubanos que participan del electorado estadounidense han asumido su defensa con verdaderos malabares lingüísticos y sintácticos, ediciones y correcciones de estilo y de galera, acusando a la prensa como lo hace el Presidente, de distorsión y manipulación. Lo realmente relevante no es lo que dijo o no dijo o quiso decir Trump, sino la valiosa muestra sociológica que nos señala a un segmento de los cubanos haciendo lo mismo que hacen los cubanos de dentro con sus gobernantes. Un espejo con dos superficies reflectantes, haz y envés de una identidad social manipulada y frustrada.

Si hay un discurso popular en Cuba que es la continuación del discurso oficial caracterizado por la justificación de los errores del Gobierno, fuera también hay un residuo discursivo de quienes se marcharon del país y continúan rehenes del mismo, unos más que otros, en dependencia de varias razones que es imposible abordar aquí pero de las que la identidad es quizás la más significativa. La identificación Gobierno, nación y pueblo, que durante 60 años ha cultivado el poder en un país con un conflicto de identidad no resuelto y donde se distorsiona la identidad cultural igualándola a la social, necesariamente es rasgo de la personalidad política e ideológica de sus ciudadanos. Si los cubanos dentro del país sienten la necesidad de justificar los errores de su Gobierno, fuera del país, y después de haber aceptado esos errores y rechazado la protección del Estado totalitario, los cubanos derivan su admiración hacia otro referente de autoridad con el que puedan identificarse. Nunca mejor que con aquel que representa la justicia o el justiciero, autoritario además, de la causa por la cual están fuera de lo que aman que, por otro lado, no está representada por la necesidad de libertad, sino por el castigo a aquellos o aquello que lo ha condenado a vivir lejos del confort de la identidad. Al contrario de lo que hacemos saber paladinamente, la libertad no es una necesidad para todo el mundo, además de que se le confunde deliberadamente con autonomía e independencia. La gente en general tiene otras necesidades o deseos más acuciantes como ser protegidos o ser reivindicados, como es el caso, de un Estado como el cubano, que ha de ser castigado por habernos expulsado. Los cubanos deberíamos desaprender lo que nos han dicho que somos, puede que sea el primer paso para ser libres fuera y luego poder serlo dentro. Con semejante background  identitario no será difícil para el próximo populista medrar de la insatisfacción y el desarraigo democrático de los cubanos.

Las situaciones de crisis son verdaderos laboratorios para conocer el comportamiento de la sociedad que luego puede ser usado en estrategias políticas y sociales, de hecho los experimentos sociales que han dado lugar a teorías de comportamiento no son más que minicrisis creadas para sacar conclusiones y establecer paradigmas. Cuba ha sido durante más de 60 años un gran laboratorio social, es hora de que se empiece a mirar y considerar en ese sentido por los estudiosos para poder empezar a elaborar una vacuna que permita en un futuro democrático que no se repitan las conductas que nos mantienen en un nivel precario de análisis social y político por un lado y de estancamiento de la voluntad política, sin liderazgo ni capacidad de responder a la necesidad de cambio de la isla. Somos un país enfermo y la enfermedad viene de adentro.