Pálpito en Loewe

Ya sabemos que los premios son como las estrellas, que inclinan pero no obligan, y en la mayoría de los casos esas estrellas son fugaces. Sin embargo los Premios Loewe de Poesía, además están perfumados. Eso percibimos la semana pasada en la Casa de América donde se presentó la sesión 36 de los mismos; una noche perfumada en la que resaltó el aroma de un poeta joven cubano, ganador del Premio a la Creación Joven, posiblemente el mejor de todos los perfumes de la galería de los Loewe.

Si no se malogra como otros tantos de éste y todos los certámenes, el poeta Ernesto Delgado (Placetas, Cuba, 1996) puede que tenga un largo recorrido en la constelación de la poesía cubana, dentro de una tradición del lenguaje y de la ética nacional que, ajeno a los excesos del esteticismo, de lo conversacional y la moda de la poesía de eso que hoy llaman urbana, logra sintetizar tendencias caras de su país de origen que desde los 80 fluyen en parte desde Ángel Escobar y Alberto Rodríguez Tosca.

Pálpito, así se llama el libro, sin el lirismo trasnochado conque a veces se disfrazan los graves asuntos, logra escalar hasta la profundidad donde la poesía halla sus mejores presagios, que como preces va estructurando los peldaños de lo que Decartes llamó la representación sensible de la conciencia, las ideas y la razón. Es un libro donde el dolor y la incertidumbre se enuncian con la medida humana que exige eso que Gastón Baquero decía ser lo que no se ve: la poesía.

Hace algún tiempo dejé Loewe por algún japonés de la competencia, hoy sin embargo voy a ponerme este Pálpito en el bolsillo interior de la chaqueta. Es una nueva esencia que huele a mar y sangre, dolor y naufragio, belleza, soledad y amor, Cuba y la nada.


MATERNIDAD LUMINOSA

Nuestras manos fueron cortadas por el hacha del mediodía. Nunca quiso el sol verte en sus dominios. Si te asomas, pega el hacha su hierro hirviente contra tu pecho. Ah, enemiga del día, por ley has tenido que ocultarte de la luz, que entra en las cosas desesperadamente para dañarte. Tuviste que ver cómo volvían a crecer mis manos sin que las tuyas retoñaran. Tú existías en las sombras alumbrando toda la casa. Pero yo no entendía cómo alguien que encandila y alivia, alguien que vuelve dorado lo común y vuelve sonora la pobreza podía ser exiliada. Es por ley natural, decían simplemente los sabios de bata blanca. Ahora que veo el mundo desde la alfombra delirante de mi cabeza, he hallado como una piedra preciosa aquello que los sabios nunca supieron: dos astros gemelos jamás deben aparecer juntos sobre la tierra, destrozarían lo invariable y lo armónico. Por eso sería una catástrofe que salieras a la mañana: porque cuando tú apareces, madre mía, ya no nos hace falta el sol.

ÍNSULA

Mi escudera, soy un Quijano entre los molinos del mundo. Rodeado de barberos y de curas, deliro la realidad y tú me escudas. He visto a un hombre ser azotado, me he visto defenderlo hasta hacerlo libre y en vez de victorioso salí derrotado. He caído de mi caballo por un golpe de asta pero tú me escudas. Me han amarrado a la verdad de los otros como a una silla de la que silenciosamente me desatas. Vinieron a quejarse de mi demencia y solo tú te quedaste. Yo salía con mi armadura y tú ibas a mi lado, sobre el burro de tu pobreza ibas. Nada entendías de mí, tú solo me escudabas. Tú solo me escudas. En una taberna me nombraron caballero, pero es solo en tu pecho donde lo soy. Cuando trepo a mi bicicleta descolorida como a la silla de un flaco Rocinante, cuando me ajusto el pulóver de oscurecida malla y el maletín de armadura, cuando la gorra cae en mí como un casco y la comida en mi mano es una adarga; cuando voy a partir olvidadizo y delirante, cuando me palpo ahuecado para amar a los otros: entonces tú, escudera mía, desde el fondo de los años, sales apurada para alcanzarme el pecho.

LA CAJA

¿Qué hay después de esas aguas, madre? Para responderme, mi madre miraba tímida a los alrededores y con su voz más pequeñita me repetía: Creo que el mundo. Teníamos que hablar con una voz pequeña, porque a algunos les molestaba una conversación escandalosa. Vivimos dentro de una caja, para protegernos nos encerraron en una caja color miseria, le digo con una voz más pequeñita a mi madre.

Tenemos que andar de rodillas para que nuestras cabezas no se revienten contra el techo. Cuando pregunté por esos que caminaban de pie por la caja, reuniéndose y aplaudiendo, mi madre explicó que eran nuestros cuidadores. Hubo temporadas en que los cuidadores hacían un grito espantoso y los hombres del fondo tenían que acudir. Es que le puede entrar agua a la caja, decía mi madre con su voz más pequeñita.

Mi madre que me alimentó con su bondad recién horneada en el vapor del trópico. Mi madre que se acostumbró a caminar sin rodillas. A veces la caja se balancea y nos cae arriba la miseria, y se rompen las lámparas y quedamos oscuros. Los cuidadores dicen que es el oleaje. Pero yo sé que la caja es solo un trozo de vieja madera a la deriva. Un trozo de vieja madera Botando por Botar. No sabemos nuestra latitud. Dentro de una caja todo es siempre igual. Llevo una adolescencia contando los barrotes. A la fuerza, los otros arrodillados abrieron huecos en las paredes más gastadas, pequeños huecos para mirar qué hay fuera, qué hay después de estas aguas. Cuando nosotros abrimos nuestro hueco, la luz humedeció los ojos de mi madre, los humedeció tanto que no podía mirar. Entonces le expliqué el presente con mi voz más pequeñita: Vivimos dentro de una caja que se pudre. Estamos condenados a caminar sin rodillas de un barrote al otro, estamos condenados a ser convencidos. A golpearnos uno contra los otros en el vaivén de los días. A mirar con asco los alrededores, el olor a ruinas. A soportar el peso de la miseria. A vivir como animales domesticados. Porque eso es todo lo que se puede hacer dentro de una caja.


*Advertencia: Los poemas en el original están justificados a ambos márgenes, pero el sistema no permite ese formato.


Ilustración: marcosguinoza