VIDA Y MUERTE DE MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ

La muerte ha llamado a Manuel Diaz Martínez, el poeta no ha podido decir que no y lo ha aceptado con un valor y una lucidez tan grandes que emociona y conmueve. Todos los que lo apreciamos hubiéramos querido que no fuera así y sin embargo nos ha convencido de que no podía ser de otra manera. Aunque no ha dejado de ser como él ha querido, con la honestidad y el coraje de una vida donde la coherencia es el denominador común.

Manolo cierra una puerta y con ella un ciclo de mi propia vida que se inició al conocerlo en los 80, junto a otros que también habían sido perseguidos y castigados por diferentes causas sin que en aquel momento todavía se les hubiera indultado. El castigo injusto, la decepción, la frustración, la desesperanza y la desconfianza en los políticos habían convertido a estas personas en víctimas sin ningún reparo en criticar o condenar al Gobierno, aunque más tarde hubo quienes cedieron a los estímulos de sus propios carceleros.

Rafael Alcides, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, José Lorenzo Fuentes, Pepe Rodríguez Feo, César Lopez y el propio Manolo formaban parte de aquella singular hermandad a la que se le sumaban otros y que parecía tener su sede en la casa de César en Malecón, donde siempre, incluso en los peores momentos de escasez, se podía tomar un café reciente o recalentado, mientras se campeaban las tormentas del Caribe y el silencio con el que habían sido castigados hasta ser restituidos paulatinamente a la vida cultural.

La crítica política ha sido exhaustivamente indolente con algunos de aquellos que no se fueron y cedieron, sin tener en cuenta que otros exaltados por su virilidad política, si así pudiera llamarse, antes, incluso todavía bajo condenas, habían convivido en la complicidad con sus carceleros, dispuestos a culpar a la burocracia para justificar los errores del régimen. La verdad es que en un país donde varias generaciones han compartido el papel de víctimas y victimarios como autores y cómplices por acción y omisión es difícil tirar la primera piedra.

Esa es parte importante de la tragedia nacional, Manolo lo tenía claro. Y prefería interponer su fino y productivo humor para hablar de los amigos con los que las actitudes diferentes había marcado un antes y un después. Él mismo que había sido el único en distinguirse durante la puesta en escena de la autoinculpación por el Caso Padilla de sus compañeros de generación, que había exigido una aclaración ante las autoridades políticas por el proceso y que había firmado la Carta de los Diez por cambios democráticos, era capaz de mostrar una enorme capacidad de comprensión y bondad, al mismo tiempo que reivindicar con honestidad y valentía los errores de los demás y los suyos como un mal necesario.

Mis amigos no eran perfectos como ahora se exige, pero hubo una época en que todos hablábamos tan mal del Gobierno que no sé cómo no lo tumbamos. Con algunos dejé de hablar mucho antes de que enfermaran y murieran. Ninguno representaba al intelectual martiano, clavado por la Revolución en el subconsciente de los cubanos que desde el Malecón o las playas de Miami reivindican el patriotismo de la inmolación, todo lo contrario. Una vez le pregunté a Manolo por aquella obra comprometida con la Revolución de otra época que unos autores habían querido borrar al llegar al exilio, y me dijo: Hay que saber cargar con el pasado.

Yo era muy joven y los colegas de mi edad adscritos a los “Hermanos Saíz” se preguntaban porqué andaba con aquellos viejos “gusanos”, cuando mi amistad era un curso privilegiado de la historia reciente contra la libertad, de la cual hoy todavía sólo se conocen fragmentos de sus cadáveres.

La muerte ha llamado a Manolo y él ha acudido con la misma honestidad y valentía conque vivió. La última vez que charlamos todavía tuvimos tiempo de hablar de proyectos y reírnos de pensar que creíamos que moriría a causa del tabaco. Parecía que no sería tan pronto a pesar de que estaba sentenciado. Su obra poética no sólo quedará como una de las que será merecidamente recordada, sino que también su vida vivida con bondad, honestidad y coraje, no podrá olvidarse como una larga sombra de su luz.

Manolo se nos ha ido y cierra una puerta donde detrás quedan largos años de amistad y literatura, aunque como con muchas cosas que se van se quedan los recuerdos del país de Ofelia, Claudia y Gabriela, los amigos comunes y los enemigos que insisten. Es la vida de un poeta quien nos dijo que vivir es eso, en una isla que se arrastra sin piedad sobre el mar.

Ilustración: marcosguinoza