carne de la luz

Poder visitar la mayor pinacoteca del mundo cuando uno quiere es un lujo, pero si además puedes ir gratis es lujuria. El Museo del Prado es ese lugar lujurioso. Ayer volví y aunque no iba con ese fin, antes de ir a reverenciar al Bosco, terminé frente a “Las tres gracias”. Absorto ante la grandeza de tanta lubricidad, tal vez porque por primera vez las veía sin las anteojeras de las teorías artísticas y las recetas de la historia del arte. Por primera vez “Las tres gracias” me hacían gracia.

Ya sabemos que la universidad no te enseña a leer –y menos a pensar y sentir–, que son las dos formas en que se debe leer, para mí sin dudas. De modo que casi todo lo que uno aprendió tiene que desaprenderlo para poder tener una visión y una aprehensión personal de la obra artística. Borges ya lo sabía cuando culpaba a los profesores del poco amor que se tiene por la buena literatura. Con esa tara para una lectura diferente de la realidad artística vamos por la vida. Ese es un peso invisible que llevamos todos a la hora de “leer” una obra, siempre lo hacemos sobre un supuesto ya fijado por la tradición que se conforma de las pautas heredadas, buenas o malas, justas o injustas.

Siempre me había preguntado qué hacía distinto aquel cuadro a mis ojos y que podía tener para que al cabo de varios siglos yo pudiera sentir una atracción similar a la que sentían las miradas socarronas de los cortesanos, mirones de aquella desnudez, seguramente atraídos por tanta carne cuando la carne era lujo y lujuria. No como ahora, seguro porque es más estético, aunque no más apetitoso. Si no que se lo digan al caníbal Issei Sagawa, que en su libro habla del sabor de la carne de su víctima, una joven blanca, hermosa y suculenta, como “Las tres gracias”, incluso con fetidez, dice él. Yo todavía no he llevado a la mesa esa carne si no es viva y coleando.

Ayer, frente a «Las tres gracias», me di cuenta de que el motivo de la permanencia de este icono del barroco a lo largo de la historia no se debía a lo que nos enseñaron como barroco y se halla en todos los manuales, sino a algo más inherente a la propia idiosincrasia estilística de Rubens, es decir, a la luz que emana de las carnes blancas de sus mujeres. Recordemos a «Leda y el cisne”, “El rapto de Proserpina”, “El rapto de las hijas de Leucipo”, “El rapto de Hipodamía”, “El juicio de Paris” y la otra versión de “Las Tres gracias”, por mencionar sólo varios ejemplos.

En todos esos cuadros la luz de la escena irradia desde los cuerpos femeninos protagónicos, la mujer llega a su plenitud por la sensualidad y también por la pureza en contraste con el resto de los personajes y el propio entorno. Esa luz que casi anula el color y que alcanza en el desnudo femenino los más sinuosos destinos y paradójicos volúmenes, las redondeces más estimulantes al deseo carnal y la remembranza de la infancia es, me atrevo a decir, una luz con vida que nos hace creer que se puede tocar aunque los volúmenes parezcan irreales, no como la iluminación inerte y maravillosa de Caraggavio. Sí como un sueño de Fellini.

Esa luz me hacía creer frente al cuadro que estaba ante un frigorífico abierto lleno de carne y pensé en lo que sentiría Issei Sagawa si le hubieran ofrecido tamaño festín. Esas son las cosas del arte que tiene sus propios derroteros.